24 julio, 2010

Morir...

No era nadie, no sentía ni mi ego, nada, solo miedo. Miedo a salir a la calle, a los ruidos del exterior de mi casa. El llanto fue disminuyendo aunque en casa me desahogara a disgusto. Seguía encabezonada en que no debía llorar, mi psicólogo me decía que sí, que debía llorar, me costaba soltarme cuando estaba sola en casa, y me había prohibido a mí misma llorar estando mis hijos en casa. No podía explicarles como me sentía cuando me preguntaban ¿por qué lloras mamá?

Al principio iba de un médico a otro varias veces a la semana, a veces me coincidían dos consultas, una por la mañana y otra por la tarde. No me quedaba otra que ayunar, mi cuerpo dejó de tolerar cualquier cosa sólida que entrara en mi cuerpo; mi hija me preparaba suero por si tenía bajadas de potasio... solamente bebía. Llegué a pesar 42 kilos, me sentía cansada, agotada. Desarrollé una intolerancia a la lactosa que aún me dura, ocho meses han pasado desde que me puse enferma.

Mi miedo a salir a la calle aumentó un día que salí por un encargo de mi hijo. De pronto me encontré en una calle, mirando los edificios y preguntándome ¿qué demonios hago aquí?, estaba bastante lejos de dónde pretendía ir, pero ni recordaba cómo había llegado hasta allí. Mi mente funcionaba en automático. A los pocos segundos reconocí la calle, las tiendas, la Iglesia. Me di la vuelta y me dirigí a mi destino. Mientras andaba recordé que unos días atrás crucé una calle sin darme ni cuenta del tráfico. Un frenazo me volvió a la realidad. Recordé también que días antes me había pasado lo mismo.

Angustiada por el recuerdo de estas situaciones, me di cuenta que aquél maldito "runrún" de malos recuerdos relacionados con el trabajo, me impedían estar en la realidad.
En casa me sentaba frente al portátil, conectada a internet y leyendo todo lo que encontraba sobre mobbing, estrés; me descargaba juegos de puzles, de tetris, de rompecabezas, de cualquier juego al que enfocar mi atención y no caer otra vez en el "runrún".
Mientras estaba con uno de esos juegos que captaban tanto mi atención, pensé en qué la próxima vez que saliera a la calle, contaría. Empecé a contar mis pasos cuando salía a la calle, solía llegar a cuatro o cinco y mi mente volvía a dispersarse sin darme cuenta, de pronto volvía a la realidad, uno, dos, tres, cuatro, contaba escaparates, una zapatería, una tienda de ropa... contaba tapas de alcantarillas, las tapas del gas, las de Telefónica, las de Ono, me olvidaba de llevar la cuenta, volvía a empezar, una de Telefónica, una de Emaya, dos de Emaya... no podía estar en el presente, en el ahora, me iba al pasado, me sentía como un animal escondido en su guarida mental lamiéndose las heridas, mi mente volvía una y otra vez al pasado.
"Soy budista-pensaba-. Sé que todo es mental, pero no puedo salir de este odioso bucle..." No podía meditar, mi paz interior había desaparecido completamente...
Mantenerme en el presente me costaba un esfuerzo agotador. Salía muy poco, quería estar totalmente pendiente y despierta de mis actos, de mis pasos, de mis gestos. De mi mente. Me sentía cansada de vivir, por la noche, cuando me tumbaba a dormir pensaba en qué tal vez, al día siguiente no despertaría. Morir durmiendo era mejor opción que estar muerta en vida, casi vegetando, con aquella sensación de vivir sin que pase el tiempo, con el dolor llenando todo, morir, tan fácil, tan difícil.
Y un día me aferré a la disparatada idea (como si yo les importara) de que no iba a darles ese gusto a mis acosadores. Poco a poco dejé de pensar en morir, en la muerte como liberación de aquel dolor.
Además, tenía a ANAMIB, allí me sentía bien, entre otras personas que estaban siendo hostigadas en su trabajo. Ya no me sentía tan sola. Eran importantes para mí. ANAMIB era una sólida raíz de árbol a la que agarrarte mientras estas colgando en un abismo oscuro y muy profundo, durante la noche más oscura, sin luna y con el cielo completamente nublado.

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